En los departamentos de ahora ya se sabe, el invitado va al
baño y los otros siguen hablando de Biafra y de Michel Foucault, pero hay algo
en el aire como si todo el mundo quisiera olvidarse de que tiene oídos y al
mismo tiempo las orejas se orientan hacia el lugar sagrado que naturalmente en
nuestra sociedad encogida está apenas a tres metros del lugar donde se
desarrollan estas conversaciones de alto nivel, y es seguro que a pesar de los
esfuerzos que hará el invitado ausente para no manifestar sus actividades, y
los de los contertulios para activar el volumen del diálogo, en algún momento
reverberará uno de esos sordos ruidos que oír se dejan en las circunstancias
menos indicadas, o en el mejor de los casos el rasguido patético de un papel
higiénico de calidad ordinaria cuando se arranca una hoja del rollo rosa o
verde.
Si el invitado que va al baño es Lucas, su horror sólo puede
compararse a la intensidad del cólico que lo ha obligado a encerrarse en el
ominoso reducto. En ese horror no hay neurosis ni complejos, sino la
certidumbre de un comportamiento intestinal recurrente, es decir que todo
empezar lo más bien, suave silencioso, pero ya al final, guardando la misma
relación de la pólvora con los perdigones en un cartucho de caza, una
detonación más bien horrenda hará temblar los cepillos de dientes en sus
soportes y agitarse la cortina de plástico de la ducha.
Nada puede hacer Lucas para evitarlo; ha probado todos los
métodos, tales como inclinarse hasta tocar el suelo con la cabeza, echarse
hacia atrás al punto de que los pies rozan la pared de enfrente, ponerse de
costado e incluso, recurso supremo, agarrarse las nalgas y separarlas lo más
posible para aumentar el diámetro del conducto proceloso. Vana es la
multiplicación de silenciadores tales como echarse sobre los muslos todas las
toallas al alcance y hasta las salidas de baño de los dueños de casa;
prácticamente siempre, al término de lo que hubiera podido ser una agradable
transferencia, el pedo final prorrumpe tumultuoso.
Cuando le toca a otro ir al baño, Lucas sufre por él pues
está seguro que de un segundo a otro resonar el primer halalí de la ignominia;
lo asombra un poco que la gente no parezca preocuparse demasiado por cosas así,
aunque es evidente que no están desatentas de lo que ocurre e incluso lo cubren
con choques de cucharitas en las tazas y corrimientos de sillones totalmente
inmotivados. Cuando no sucede nada, Lucas se siente feliz y pide de inmediato
otro coñac, al punto que termina por traicionarse y todo el mundo se da cuenta
de que había estado tenso y angustiado mientras la señora de Broggi
cumplimentaba sus urgencias. Cuán distinto, piensa Lucas, de la simplicidad de
los niños que se acercan a la mejor reunión y anuncian:
Mamá, quiero caca. Qué bienaventurado, piensa a continuación
Lucas, el poeta anónimo que compuso aquella cuarteta donde se proclama que no
hay placer más exquisito / que cagar bien despacito / ni placer más delicado /
que después de haber cagado. Para remontarse a tales alturas ese señor debía
estar exento de todo peligro de ventosidad intempestiva o tempestuosa, a menos
que el baño de su casa estuviera en el piso de arriba o fuera esa piecita de
chapas de zinc separada del rancho por una buena distancia.
Ya instalado en el terreno poético, Lucas se acuerda del
verso del Dante en el que los condenados avevan dal cul fatto trombetta, y con
esta remisión mental a la más alta cultura se considera un tanto disculpado de
meditaciones que poco tienen que ver con lo que está diciendo el doctor
Berenstein a propósito de la ley de alquileres.
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